domingo, 14 de agosto de 2016

De un español sobre Gustavo Bueno


Una auténtica catarata de semblanzas, artículos y obituarios se han publicado durante toda esta semana con motivo de la muerte de Don Gustavo Bueno. Como ha quedado constatado a juzgar por la cantidad ingente - en la prensa de papel, en las televisiones, radios  y por Internet - su “fama” rebasaba totalmente el círculo más cercano que en principio podría ser el “gremial”, el de la filosofía administrada. Un ámbito, el universitario, en el que como solía decir, unos colegas escriben para los otros colegas.  Sin duda que tal salto a la arena pública fue buscado y además plenamente justificado debido a su propia concepción de la filosofía: implantada, académica, estricta y pública… contra la filosofía administrada, espontánea, exenta dogmática e histórica. Y no me cabe duda que el detonante de su incursión mediática fue esta nuestra España maltrecha y agónica junto a otras cuestiones muy pertinentes sin duda. Ahora sabemos positivamente que era muy conocido y además podemos especular sin temor a equivocarnos, que leído menos y entendido quizá casi nada. En “El papel de la filosofía en el conjunto del saber”, nos habló críticamente de “lo edificante” y eso es justo lo que nunca fueron ni su filosofía ni él mismo, edificantes en el sentido de complaciente. Se imponía por pura necesidad y razón el zarandeo, la bronca, la pelea - en suma - la dialéctica sin la cual la filosofía se convierte en exenta, en perro muerto. No, no fue Don Gustavo jamás edificante en el sentido ya señalado, fue triturador (ojo, no nihilista como algún disidente de la disidencia ha preferido ver) fue partidario del deshacer más que del directo hacer, ya este hacer, a mi juicio, no sería otra cosa que seguir edificando sobre los mitos oscuros y las ideas confusas tomadas por evidentes que nos rodean y envuelven.






Por tomar el ejemplo más a la mano que tengo, yo mismo soy un caso de no pertenencia a la filosofía administrada, con un oficio o una procedencia distinta por tanto. Con esto pretendo decir no más que filósofos somos todos, porque la filosofía está en el mundo, está dispersa en el ambiente, porque como decía Don Gustavo es imposible no tener alguna desde cierto grado de desarrollo civilizatorio a no ser se sea un chimpancé. Hablar en español implica necesariamente filosofía y tan sólo los beocios creerán que se puede vivir al margen de la misma. En este mismo sentido, la potencia del español como lengua de filosofía, la filosofía en español (que no exactamente española) le debe a Bueno haber ganado precisamente en potencia y rigor sin suponer por ello simple filología. Y estas fueron algunas de tantas y tantas luchas; hacer ver que la filosofía en modo alguno se reduce a la administrada, que ni la inventa, ni le pertenece, ni puede quedar recluida a sus cuatro paredes, y ello, aún siendo la universidad una institución muy importante dentro de la vida nacional. Gustavo Bueno fue un filósofo que continuó la tradición platónica (la académica) de arraigo geométrico. La Academia perfectamente localizable en la Escuela de Filosofía de Oviedo.






¿Qué pretendió Bueno al menos de una manera más inmediata y apremiante? Que no nos extraviáramos entre tanto mito, entre tanta ideología brumosa tomada por evidente, porque de ello dependía y depende todavía nuestra persistencia histórica como nación. Y así, los males de España alguien pudiera pensar que los abordó por separado, aún estando como están en solidaridad contra la misma: Democracia, Felicidad, Izquierda, Derecha, Cultura, el Aborto… Me interesé por su filosofía por una preocupación previa, entré en ella por una causa: España. No lo hice por un deseo difuso de saber, sino por profundizar en una cuestión concreta (a pesar de suponer muchísimas más por medio del Imperio, cosa que después pude saber) y en la que como ciudadano y patriota me encontraba inmerso con grandes limitaciones. Ese estrecho horizonte lo agrandó Bueno con “España frente a Europa” tras las famosas entrevistas de Dragó en TVE. Y una vez que seguí interesándome por su obra, los otros, los intelectuales, se me iban haciendo cada vez más y más simplistas, vacíos… impostores.



Conocí a Bueno en persona en dos breves ratos. Me pareció tal y como cuentan los discípulos que tuvieron la suerte de tratarle mucho más: cercano, amable, atento. Con una vocación al servicio de sus compatriotas y conciudadanos evidente y palpable. En las dos veces que hablé con él, en ambas quiso saber mi nombre y en una de ellas me preguntó si escribía, yo le contesté que no y él me respondió: “anímese”. Y esto es lo que he intentado hacer en estas breves líneas, escribir algo sobre la importancia de Bueno para la filosofía en español y por qué no decirlo, también para mí. Al tiempo que su muerte me incita a estudiar su obra más en profundidad. ¿Qué me ha dado de momento? Poder ser menos idiota que antes, cosa que no es poco y por la que le estoy muy agradecido…

  

                                                                                      Castro Urdiales, Agosto de 2016.



  

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